Fue hace aproximadamente un año y medio, había renunciado a mi penúltimo trabajo en el gobierno y estaba navegando lo que era no conocer qué iba a suceder con mi vida. Para este trabajo había yo abandonado mi práctica de yoga por el horario, la contractura crónica que tengo en el hombro derecho regresó con venganza (al grado de paralizar parcialmente mi brazo derecho) y, sobre todo, abandoné mi práctica espiritual regresando a un lugar hostil en donde no supe cómo defenderme. No me queda claro todavía qué estaba yo buscando en ese lugar.
Todo iba relativamente bien, más o menos recordaba lo que me había pasado en esos meses de trabajo cuando, de repente, una noche me solté a llorar de manera desconsolada en mi cuarto. El llanto fue creciendo, dejé de respirar, mi corazón empezó a palpitar más rápido de lo normal y pensé que me iba a morir. Recuerdo gritar a todo pulmón como si alguien se me hubiera muerto, sentí un vacío inexplicable en mi interior.
Tras un intento de llevarme al hospital, mi pareja pasó toda la noche buscando abrazarme, intentando tranquilizarme para que mi respiración regresara a su ritmo natural; en medio del llanto no sabía bien qué me estaba pasando, pero lo que luego resultó claro – con ayuda médica – fue que tuve una crisis de ansiedad y de pánico grandota que hace muchísimo tiempo no había experimentado. Cabe señalar que esta fue la más grande pero no la única crisis que he tenido en los últimos años.
Tras un par de días para calmarme, la pregunta obligada salió a flote: “¿Por qué no regresas al yoga? Eso te hacía feliz” y, claro, como debe de ser, puse miles de excusas para no hacerlo, que si el tiempo, que si el dinero, que si la flexibilidad, que si las arañas panteoneras, pero al final de cuentas decidí presentarme a una primera clase, la cual me dio luz sobre cómo podía regresarme la vida al cuerpo.
Poco a poco, conforme mi práctica de asanas fue mejorando, comencé a meterme en prácticas de meditación, primero a través de aplicaciones para celular, las cuales utilizaba todo tiempo – ¡incluso para dormirme! – para después tomar una práctica mucho más formal y conocer algunas prácticas más completas de mindfulness y de amor incondicional. La meditación y el yoga se volvieron mis dos aliados más importantes para saber que sí había una luz al final de túnel y que podía sentirme bien, siempre y cuando yo pusiera de mi parte, me tomara mis medicamentos y encontrara al menos 5 minutos de calma en mi día.
Muchas cosas pasaron después, muchas de ellas las narré en este post. Pero, sobre todo, en este último año, cuando decidí y me di cuenta que mi camino se encontraba aquí, le encontré el enorme valor a esa oscuridad que vi aquella noche en la que se me cerraba el mundo. Hoy sé qué puedo ayudar a otros con yoga y meditación, tal y cómo aquella primera clase que tomé lo hizo por mí. Esta es mi misión de vida.
Esta es mi historia, pero sé que no soy la única persona que sufre estos episodios. Sobre todo en los tiempos que vivimos ahora, y con el ambiente hostil que la pandemia nos presenta, los ataques de ansiedad y pánico están a la orden del día. Si este es tu caso, quiero que sepas que no estás solx, a veces necesitamos encontrar nuestra fuerza nuevamente en otros lados, en otras disciplinas y, a veces, en nuestra propia respiración.
Espero que mi historia te haya servido. Si es así, ¿porqué no te unes a las clases y le das una oportunidad al yoga y a la meditación para que salven tu vida?
Seamos receptivos. Namasté.
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